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Grey
(Fifty Shades #4)
E.L. James
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El siguiente material, es una traducción realizada por fans para
fans.
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Grey
(Fifty Shades #4)
E.L. James
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El siguiente material, es una traducción realizada por fans para
fans.
No recibimos compensación económica alguna por este contenido,
nuestra única gratificación es el dar a conocer el libro, a la autora; y que
cada vez más personas puedan perderse en este maravilloso mundo de
la lectura.
Si el material que difundimos sin costo alguno, está disponible a
tu alcance en alguna librería, te invitamos a adquirirlo.
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Índice
Lunes, 9 de Mayo de 2011 Domingo, 29 de Mayo de 2011
Sábado, 14 de Mayo de 2011 Lunes, 30 de Mayo de 2011
Domingo, 15 de Mayo de 2011 Martes, 31 de Mayo de 2011
Jueves, 19 de Mayo de 2011 Miércoles, 1 de Junio de 2011
Viernes, 20 de Mayo de 2011 Jueves, 2 de Junio de 2011
Sábado, 21 de Mayo de 2011 Viernes, 3 de Junio de 2011
Domingo, 22 de Mayo de 2011 Sábado, 4 de Junio de 2011
Lunes, 23 de Mayo de 2011 Domingo, 5 de Junio de 2011
Martes, 24 de Mayo de 2011 Lunes, 6 de Junio de 2011
Miércoles, 25 de Mayo de 2011 Martes, 7 de Junio de 2011
Jueves, 26 de Mayo de 2011 Miércoles, 8 de Junio de 2011
Viernes, 27 de Mayo de 2011 Jueves, 9 de Junio de 2011
Sábado, 28 de Mayo de 2011
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Este libro está dedicado a aquellos lectores que pidieron…
Y pidieron... y pidieron... y pidieron esto.
Gracias a todos por lo que han hecho por mí.
Hacen mi mundo mejor cada día.
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Lunes, 9 de Mayo de 2011
engo tres autos. Van rápido por todo el piso. Muy rápido.
Uno es rojo. Otro es verde. Otro es amarillo. Me gusta el
verde. Es el mejor. A mami también le gustan. Me gusta
cuando mami juega conmigo y los autos. El rojo es el mejor para ella.
Hoy, está sentada en el sofá mirando a la pared. El auto verde vuela por
la alfombra. El rojo le sigue. Luego el Amarillo. ¡Crash! Pero mami no ve.
Lo hago de nuevo. ¡Crash! Pero Mami no ve. Señalo el auto verde a sus
pies. Pero el auto verde se va por debajo del sofá. No puedo alcanzarlo.
Mi mano es demasiado grande para el agujero. Mami no ve. Quiero mi
auto verde. Pero Mami se queda en el sofá mirando a la pared. Mami.
Mi auto. Ella no me escucha. Mami. Empujo su mano y ella se recuesta y
cierra los ojos. No ahora, Maggot. No ahora, dice. Mi auto verde
permanece bajo el sofá. Siempre está bajo el sofá. Puedo verlo. Pero no
puedo alcanzarlo. Mi auto verde está borroso. Cubierto de pelaje gris y
suciedad. Lo quiero de regreso. Pero no puedo alcanzarlo. Nunca
puedo alcanzarlo. Mi auto verde está perdido. Perdido. Y no puedo
jugar con él de nuevo nunca más.
Abro mis ojos y mi sueño se desvanece a la luz de la mañana.
¿De qué diablos iba eso? Agarro los fragmentos mientras se
desvanecen, pero fallo en atrapar cualquiera de ellos.
Descartándolo, como lo hago la mayoría de las mañanas, me
bajo de la cama y encuentro una sudadera recién lavada en mi
vestidor. Afuera, un cielo grisáceo promete lluvia y no estoy de humor
para recibirla durante mi carrera de hoy. Me dirijo arriba, al gimnasio,
enciendo el televisor para las noticias de negocios de la mañana y me
subo en la cinta.
Mis pensamientos divagan sobre el día. No tengo más que
reuniones, aunque veré a mi entrenador personal más tarde para una
rutina en mi oficina, Bastille siempre es un desafío bienvenido.
¿Quizá debería llamar a Elena?
Sí. Quizá. Podemos cenar en el transcurso de esta semana.
T
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Detengo la cinta, sin aliento, y me dirijo hacia la ducha para
empezar otro monótono día.
~ * ~
—Mañana —murmuro, despachando a Claude Bastille cuando
está de pie en el umbral de mi oficina.
—¿Grey, jugamos golf esta semana? —Bastille sonríe con una
relajada arrogancia, sabiendo que su victoria en el campo de golf está
asegurada.
Le frunzo el ceño mientras se da vuelta y se va. Sus palabras de
despedida son como sal en mis heridas porque, a pesar de mis heroicos
intentos durante nuestra rutina de hoy, mi entrenador personal me ha
pateado el trasero. Bastille es el único que puede vencerme, y ahora
quiere otro pedazo de carne en el campo de golf. Detesto el golf, pero
muchos negocios se hacen en las calles, de modo que tengo que
padecer sus lecciones ahí también… y, aunque odio admitirlo, jugar
contra Bastille sí mejora mi juego.
Mientras miro por la ventana al horizonte de Seattle, el familiar
tedio se filtra sin permiso en mi subconsciente. Mi humor es tan plano y
gris como el clima. Mis días se están mezclando sin distinción y necesito
alguna clase de diversión. He trabajado todo el fin de semana y, ahora,
en los confines contiguos de mi oficina, estoy inquieto. No debería
sentirme así, no después de varios encuentros con Bastille. Pero así me
siento.
Frunzo el ceño. La aleccionadora verdad es que la única cosa
que ha capturado mi interés recientemente ha sido mi decisión de
enviar dos buques de carga a Sudán. Esto me recuerda que se supone
que Ros regresará a mí con números y logística. ¿Qué rayos la está
haciendo tardar? Reviso mi agenda y alcanzo el teléfono.
Maldita sea. Tengo que aguantar una entrevista con la
persistente señorita Kavanagh para la revista estudiantil de la
Universidad Estatal de Washington. ¿Por qué diablos accedí a eso?
Detesto las entrevistas… vanas preguntas de personas desinformadas y
envidiosas dirigidas a investigar sobre mi vida privada. Y ella es una
estudiante. El teléfono vibra.
—Sí —le grito a Andrea, como si pudiera culparla. Al menos
puedo hacer que esta entrevista sea corta.
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—La señorita Anastasia Steele está aquí para verlo, Sr. Grey.
—¿Steele? Estaba esperando a Katherine Kavanagh.
—Es la señorita Steele quien está aquí, señor.
Odio lo inesperado.
—Hágala pasar.
Bueno, bueno… la Señorita Kavanagh no está disponible.
Conozco a su padre, Eamon, el dueño de Kavanagh Media. Hemos
hecho negocios juntos y él parece un operador astuto y un ser humano
racional. Esta entrevista es un favor hacia él, una que pretendo cobrar
después, cuando me convenga. Y, tengo que admitir que estaba
vagamente curioso por su hija, interesado en ver la manzana que ha
caído lejos del árbol.
Una conmoción en la puerta me hace ponerme de pie mientras
una maraña de largo cabello castaño, pálidas extremidades y botas
marrones se zambulle en mi oficina. Reprimiendo mi molestia natural por
tal torpeza, me apresuro hacia la chica que ha aterrizado sobre sus
manos y rodillas en el piso. Sujetando unos hombros delgados, la ayudo
a ponerse de pie.
Claros y avergonzados ojos encuentran los míos y detienen mis
movimientos. Son del color más extraordinario, azul pulverizado,
inocentes y, por un horrible momento, creo que puede ver a través de
mí y estoy… expuesto. El pensamiento es desconcertante, así que lo
descarto inmediatamente.
Ella tiene una pequeña y dulce cara que se está sonrojando
ahora, de un inocente rosa pálido. Me pregunto brevemente si toda su
piel es así de perfecta y cómo luciría rosa y cálida por el azote de una
vara.
Maldición.
Detengo mis caprichosos pensamientos, alarmado por su
dirección. ¿En qué demonios estás pensando, Grey? Esta chica es
demasiado joven. Se queda boquiabierta y resisto la urgencia de poner
los ojos en blanco. Sí, sí, nena, es solo un rostro y es solo piel. Necesito
dispersar esa mirada admirativa de aquellos ojos pero, ¡tengamos algo
de diversión en el proceso!
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—Señorita Kavanagh. Soy Christian Grey. ¿Está bien? ¿Quiere
sentarse?
Ahí está ese sonrojo de nuevo. A cargo una vez más, la estudio.
Es bastante atractiva… ligera, pálida, con una melena de cabello
oscuro apenas contenido por un moño.
Una morena.
Sí, es atractiva. Extiendo mi mano mientras tartamudea el inicio
de una mortificada disculpa y pone su mano en la mía. Su piel es fría y
suave, pero su apretón es sorprendentemente firme.
—La señorita Kavanagh está indispuesta, así que me ha enviado
a mí. Espero que no le importe, señor Grey. —Su voz es calmada con
una musicalidad dudosa y parpadea erráticamente, largas pestañas
agitándose.
Incapaz de evitar la diversión en mi voz mientras recuerdo su
entrada poco elegante a mi oficina, le pregunto quién es.
—Anastasia Steele. Estudio literatura inglesa con Kate, digo…
Katherine… bueno… la Señorita Kavanagh, en la Estatal de Washington,
Campus Vancouver.
¿Del tipo tímida y estudiosa, eh? Lo parece: mal vestida, su ligera
silueta escondida bajo un suéter sin forma, una falda acampanada
color marrón y botas funcionales. ¿Tiene algún sentido del estilo? Mira
nerviosamente alrededor de mi oficina, a cualquier parte menos a mí,
noto, con divertida ironía.
¿Cómo puede ser periodista esa jovencita? No tiene una sola
señal de asertividad en su cuerpo. Es nerviosa, dócil… sumisa.
Desconcertado por mis pensamientos inapropiados, sacudo la cabeza y
me pregunto si las primeras impresiones son confiables. Dejando de lado
el cliché, le pido que se siente, luego noto su perspicaz mirada
evaluando los cuadros de mi oficina. Antes de que pueda detenerme,
me encuentro explicándolas:
—Un artista de aquí. Trouton.
—Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a extraordinario —dice
soñadoramente, perdida en la exquisita y fina destreza del trabajo de
Trouton. Su perfil es delicado, una nariz respingona y suaves y carnosos
labios, y en sus palabras ha capturado mis sentimientos exactos. Elevan
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lo cotidiano a extraordinario. Es una astuta observación. La señorita
Steele es brillante.
Concuerdo y observo, fascinado, mientras el rubor trepa
lentamente por su piel una vez más. Mientras me siento al otro lado de
ella, intento frenar mis pensamientos. Saca algunas arrugadas hojas de
papel y una grabadora digital de su gran bolso. Es torpe, dejando caer
la maldita cosa dos veces en mi mesa para café Bauhaus. Es obvio que
nunca ha hecho esto antes pero, por alguna razón que no puedo
comprender, lo encuentro divertido. Bajo circunstancias normales, su
torpeza me irritaría como el infierno pero, ahora, escondo una sonrisa
bajo mi dedo índice y resisto la urgencia de acomodarla por mí mismo.
Mientras hurga y se pone más y más nerviosa, se me ocurre que
podría refinar sus habilidades motoras con la ayuda de una fusta.
Expertamente manejada, puede controlar al más inquieto. El errante
pensamiento me hace cambiar de posición en mi silla. Me mira y se
muerde su carnoso labio superior.
¡Joder! ¿Cómo no me di cuenta de lo provocadora que es esa
boca?
—Pe… perdón. No suelo utilizarla.
Puedo verlo, nena, pero justo ahora me importa un carajo
porque no puedo apartar mis ojos de tu boca.
—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Steele. —
Necesito otro momento para poner en orden mis obstinados
pensamientos.
Grey… detén esto, ahora.
—¿Le importa que grabe sus respuestas? —pregunta, su rostro
cándido y expectante.
Quiero reírme.
—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado
preparar la grabadora?
Parpadea, sus ojos grandes y perdidos por un momento y soy
derrotado por el poco familiar sentimiento de culpa.
Deja de ser una mierda, Grey.
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—No, no me importa. —No quiero ser responsable por esa
mirada.
—¿Le explicó Kate, digo, la señorita Kavanagh, para qué era la
entrevista?
—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la
facultad, porque yo entregaré los títulos de la ceremonia de graduación
de este año. —Por qué demonios he accedido a hacer eso, no lo sé.
Sam de Relaciones Publicas me ha dicho que el departamento de
ciencias ambientales de la Estatal de Washington necesita la publicidad
para poder atraer fondos adicionales que complementen lo que les he
dado, y Sam haría cualquier cosa por exposición ante la prensa.
La señorita Steele parpadea una vez más, como si esto fuera una
noticia para ella, y parece desaprobarla. ¿No ha hecho ningún estudio
previo para esta entrevista? Debería saberlo. El pensamiento me hiela la
sangre. Es… desagradable, no algo que espero de alguien que está
aprovechándose de mi tiempo.
—Bien. Tengo algunas preguntas, Señor Grey. —Se pone un
mechón de cabello tras la oreja, distrayéndome de mi molestia.
—Sí, creo que debería preguntarme algo —digo secamente.
Hagámosla estremecerse. Juiciosamente, lo hace, luego se endereza y
acomoda sus pequeños hombros. Está en modo profesional.
Inclinándose hacia adelante, presiona el botón de inicio en la
grabadora y frunce el ceño mientras mira sus arrugadas notas.
—Es usted muy joven para haber amasado este imperio. ¿A qué
se debe su éxito?
Seguramente puede hacer algo mejor que esto. Qué pregunta
tan tonta. Ni una pizca de originalidad. Es decepcionante. Lanzo mi
respuesta usual sobre tener a personas excepcionales trabajando para
mí. Personas en las que confío, si es que confío en alguien, y les pago
bien, blablablá… pero, señorita Steele, el simple hecho es que soy
brillante en lo que hago. Para mí, es como desprender un tronco.
Comprar descompuestas y mal dirigidas compañías y arreglarlas,
conservando algunas o, si están realmente en quiebra, desarmando sus
activos y vendiéndolos al mejor postor. Es simplemente una cuestión de
saber la diferencia entre los dos e, invariablemente, se resume a las
personas a cargo. Para tener éxito en los negocios, necesitas buenas
personas y yo puedo juzgar a una persona mejor que la mayoría.
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—Quizá solo ha tenido suerte —dice calladamente.
¿Suerte? Un escalofrío de molestia me atraviesa. ¿Suerte?
¿Cómo se atreve? Parece modesta y calmada, ¿pero esta pregunta?
Nadie ha sugerido jamás que he tenido suerte. Trabajo duro, traigo
personas conmigo, las vigilo de cerca y las estudio si necesito hacerlo y,
si no son buenas para el trabajo, las descarto. Esto es lo que hago y lo
hago bien. ¡No tiene nada que ver con la suerte! Bueno, al diablo con
eso. Presumiendo mi erudición, cito las palabras de Andrew Carnegie,
mi industrial favorito.
—El crecimiento y desarrollo de las personas es la labor más
importante de los directivos.
—Parece un maniático del control —dice, y habla
perfectamente en serio.
¿Qué demonios? Quizá ella sí puede ver a través de mí.
“Control” es mi segundo nombre, cariño.
La miro fijamente, esperando intimidarla.
—Oh, bueno, lo controlo todo, señorita Steele. —Y me gustaría
controlarla a usted, justo aquí y ahora.
Ese atractivo rubor atraviesa su rostro y se muerde aquel labio de
nuevo. Divago, intentando distraerme de su boca.
—Además, decirte a ti mismo, en tu fuero más íntimo, que has
nacido para ejercer el control te concede un inmenso poder.
—¿Le parece a usted que su poder es inmenso? —pregunta con
una suave y tranquilizadora voz, pero enarca una delicada ceja con
una mirada que expresa su censura. ¿Está, deliberadamente, tratando
de provocarme? ¿Son sus preguntas, su actitud o el hecho de que la
encuentro atractiva, lo que me está molestando? Mi irritación crece.
—Tengo más de cuarenta mil empleados. Eso me otorga un
cierto sentido de la responsabilidad… poder, si lo prefiere. Si decidiera
que ya no me interesa el negocio de las telecomunicaciones y lo
vendiera todo, veinte mil personas pasarían apuros para pagar la
hipoteca en poco más de un mes.
Su boca se abre por mi respuesta. Eso es más como debe ser.
Chúpate esa, nena. Siento mi equilibrio retornar.
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—¿No tiene que responder ante una junta directiva?
—Soy dueño de mi empresa. No tengo que responder ante
ninguna junta directiva. —Debería saber esto.
—¿Y cuáles son sus intereses aparte del trabajo? —continúa
apresuradamente, midiendo correctamente mi reacción. Sabe que
estoy enojado y, por alguna inexplicable razón, esto me complace.
—Me interesan cosas muy diversas, señorita Steele. Muy diversas.
—Imágenes de ella en varias posiciones en mi cuarto de juegos
destellan en mi mente: encadenada a la cruz, extendida en la cama
con dosel, extendida en el banco de azotes. Y, miren, ahí está ese rubor
de nuevo. Es como un mecanismo de defensa.
—Pero si trabaja tan duro, ¿qué hace para relajarse?
—¿Relajarme? —Esas palabras saliendo de su boca inteligente
suenan raras, pero divertidas. Además, ¿cuándo tengo tiempo para
relajarme? Ella no tiene idea de lo que hago. Pero me mira de nuevo
con aquellos grandes e ingeniosos ojos y, para mi sorpresa, me
encuentro considerando su pregunta. ¿Qué hago para relajarme?
Navegar, volar, follar… probar los límites de atractivas morenas como
ella y hacerlas obedecer... el pensamiento me hace mover en mi silla,
pero le respondo suavemente, omitiendo unos cuantos pasatiempos
favoritos.
—Invierte en fabricación. ¿Por qué, específicamente?
—Me gusta construir. Me gusta saber cómo funcionan las cosas,
cuál es su mecanismo, cómo se montan y se desmotan. Y me encantan
los barcos. ¿Qué puedo decirle? —Transportan comida alrededor del
planeta.
—Parece que el que habla es su corazón, no la lógica o los
hechos.
¿Corazón? ¿Yo? Oh, no, nena.
Mi corazón fue destrozado sin poder ser reconocido hace mucho
tiempo.
—Es posible. Aunque algunos dirían que no tengo corazón.
—¿Por qué dirían algo así?
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—Porque me conocen bien. —Le muestro una irónica sonrisa. De
hecho, nadie me conoce tan bien, excepto quizá Elena. Me pregunto
qué haría ella con la pequeña señorita Steele aquí. Esta chica es una
masa de contradicciones: tímida, torpe, obviamente brillante y
excitante como el infierno.
Sí, de acuerdo, lo admito. La encuentro seductora.
Ella recita la próxima pregunta por repetición.
—¿Dirían sus amigos que es fácil conocerlo?
—Soy una persona muy reservada, señorita Steele. Hago todo lo
posible por proteger mi vida privada. No suelo ofrecer entrevistas.
—Haciendo lo que hago, viviendo la vida que he elegido, necesito mi
privacidad.
—¿Por qué aceptó esta?
—Porque soy mecenas de la universidad y, porque, por más que
lo intenté, no podía sacarme de encima a la señorita Kavanagh. No
dejaba de dar lata a mis relaciones públicas y admiro esa tenacidad.
—Pero me alegra que fuera usted quien viniera y no ella.
—También invierte en tecnología agrícola. ¿Por qué le interesa
este ámbito?
—El dinero no se come, señorita Steele, y hay demasiada gente
en el mundo que no tiene qué comer. —La miro fijamente, con cara de
póker.
—Suena muy filantrópico. ¿Le apasiona la idea de alimentar a
los pobres del mundo? —Me considera con una mirada perpleja y
como si yo fuera un enigma, pero no hay manera de que la deje ver en
mi oscura alma. Esta no es una zona de discusión abierta. Pasa la
página, Grey.
—Es un buen negocio —murmuro, fingiendo aburrimiento, e
imagino follar esa boca para distraerme de todos los pensamientos de
hambre. Sí, su boca necesita entrenamiento y la imagino sobre sus
rodillas ante mí. Bien, ese pensamiento es interesante.
Ella recita la próxima pregunta, arrastrándome fuera de mi
fantasía.
—¿Tiene una filosofía? Y si la tiene, ¿en qué consiste?
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—No tengo una filosofía como tal. Quizá un principio que me
guía… de Carnegie: ―Un hombre que consigue adueñarse
absolutamente de su mente, puede adueñarse de cualquier otra cosa
para la que esté legalmente autorizado‖. Soy muy peculiar, muy tenaz.
Me gusta el control… de mí mismo y de los que me rodean.
—¿Entonces quiere poseer cosas?
Sí, nena. A ti, por ejemplo. Frunzo el ceño, sorprendido por el
pensamiento.
—Quiero merecer poseerlas, pero sí, en el fondo es eso.
—Parece usted el paradigma del consumidor. —Su voz está
teñida de desaprobación, irritándome de nuevo.
—Lo soy.
Suena como una niña rica que ha tenido todo lo que siempre ha
deseado, pero cuando miro de cerca su ropa, está vestida con prendas
de alguna tienda barata como Old Navy o H&M, así que sé que no es
eso. Ella no ha crecido en un entorno pudiente.
Podría cuidar de ti.
¿De dónde diablos vino eso?
Aunque, ahora que lo considero, sí que necesito una nueva
sumisa. ¿Han pasado qué, dos meses desde Susannah? Y aquí estoy,
salivando por esta mujer. Intento mostrar una sonrisa agradable. No hay
nada malo con el consumo, después de todo, conduce lo que queda
de la economía americana.
—Fue un niño adoptado. ¿Hasta qué punto cree que ha influido
en su manera de ser?
¿Qué tiene esto que ver con el precio del petróleo? Qué
pregunta tan ridícula. Si me hubiera quedado con la perra drogadicta,
probablemente estaría muerto. La descarto con una ―no respuesta‖,
tratando de mantener el tono de mi voz, pero ella m...